CRÍTICA DE LA ENSEÑANZA PÚBLICA

Guillermo Palomo Blanco en el colegio
El número 10 es Guillermo Palomo Blanco en su colegio

CRÍTICA DE LA ENSEÑANZA PÚBLICA

La enseñanza pública tenía un sentido progresista en respuesta al alfabetismo, cuando el Estado era el único capaz de sacar a una población, que venía del campo a la ciudad, de su atraso de siglos. Conseguida la alfabetización, esa bandera, que tanto jalea la izquierda, no tiene el mismo sentido. Entre otros motivos, porque es la clase empresarial la primera interesada en una mano de obra que sepa leer y escribir y hacer bien las cuatro cosas (habilidades, se dice hoy) que se esperan de cualquiera en un puesto de trabajo moderno: que no estropee la máquina (puede ser el ordenador), que siga las instrucciones, que dé buena imagen, que cumpla el contrato que ha firmado. Por eso, las clases dominantes derivan siempre que pueden (Ley Wert) la educación de las clases bajas hacia la formación profesional de donde fue traída (suponiendo que no sean formación profesional magisterio o telecomunicaciones), es decir, la formación en los trabajos manuales o más desagradables que las clases altas no quieren para sí. Mientras las clases bajas se contenten con laborar en ese mundo industrial (el financiero les está vedado), las clases altas seguirán asegurándose los mejores puestos de trabajo y, sobre todo, los mejores puestos de no‑trabajo, categoría que merecen rentistas y herederos del viejo régimen, con intelectuales y artistas resultantes de elevar a trabajo remunerado los oficios del ocio, antes pagados con las sobras de la plusvalía y de la renta. Todo esto, por decir que la enseñanza pública funciona como funcionan las líneas de autobuses o internet, y que lo que la derecha contempla no es acabar con ella, sino con los brotes igualitarios que trajo el Estado del Bienestar. La paradoja es que en el pos Bienestar la izquierda tampoco puede seguir cultivando el sueño de la igualdad de oportunidades. No, sin plantear el problema de su financiación, lo que sería una fiscalidad cien por cien progresiva sobre las clases altas o una revolución social. Hasta ese día, y aprovechando que la Igualdad pasa por la Constitución, lo que sí puede la izquierda es plantear que la pública y la privada converjan al menos en una enseñanza básica única y obligatoria y de ámbito nacional para toda la población estudiantil (pongamos desde los 4 hasta los 14 años) con independencia de los niveles de renta y de la esperanza de vida profesional de cada uno. Para eso, el Estado debe tomar dos decisiones no tan traumáticas: dejarse de conciertos con la privada (lo que es una forma de subvencionarla) y obligar, como se obligaba la mili o se obliga el carné de conducir, a una educación primaria y secundaria la misma para todos, y que el conservatorio, las bellas artes, la religión y las altas carreras corran por cuenta de quien quiera y pueda pagarlas. Para el alumnado y las familias sería muy fácil: por las mañanas, a la escuela o al instituto público y, por las tardes, de libre disposición, a estudiar o hacer lo que les dé la gana. Si enseñanzas diferentes aumentan las diferencias, al menos esa enseñanza básica, igual y troncal y, por supuesto laica, educará para la igualdad. No es poco.

Daniel Lebrato, Ni cultos ni demócratas, 19 del 5 de 2015
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